sábado, 22 de agosto de 2009

Txt Eduardo Stupía - Discontinuos / CCRecoleta

La ecuación continuidad/discontinuidad aplicada al arte no parece implicar una contradicción y sí un movimiento pendular entre dos términos, donde ninguno de ellos debería tener necesariamente una connotación negativa. A la vez, quizás no tanto para los artistas como para quienes ponderan sus productos según la eficacia, la previsibilidad y la perdurabilidad, la demanda positivista de continuidad opera como reaseguro ante la amenaza latente de la temida discontinuidad, entendida como un peligro de fractura, pérdida de rumbo o silencio definitivo en el transcurrir de la experiencia artística.
A ésta suele vérsela asociada a mitos como el de la “coherencia”, a la más comprensible voluntad de sustentación de un planteo o un discurso, e incluso al dogma que propugna la constancia en su acepción de perseverancia y también como la vocación de acumular responsablemente densidad y sentido en cada pieza, lo cual hablaría de una identidad suficientemente permanente, de un estilo, de una marca.
Por otro lado, no deja de ser llamativo que la continuidad, para ser plenamente justificada no sólo como una suerte de empecinamiento virtuoso, pueda encontrar nuevos bríos gracias a la aparición de lo diverso, del elemento disruptivo, de lo discontinuo como factor productivo, como herramienta para fortalecer y airear justamente la persistencia vital, intrínseca antes que evidente, de un corpus de obra.
Entonces, los artistas aquí convocados deciden resistirse al espejismo estadístico de lo continuo/discontinuo, proponiendo un ensayo de reflexión melancólica sobre la continuidad precisamente a partir de presuntas discontinuidades, que pueden ser vistas como una cesura, un hiato, un viraje abrupto en la dirección, o bien como meandros de una corriente que siempre es la misma, pero que adquiere mayor altura en la medida en que exhibe variaciones, alteraciones, en cuanto a las características históricas o estilísticas de cada uno.
Algún virus le ha inyectado Duilio Pierri a las pinturas que presenta aquí para que se nos antojen más extrañas; algo nos empuja a desacostumbrarnos a verlas en relación a la pretendida continuidad con su obra. Así como en los cortes y tajos en la homogeneidad corpórea de las estructuras de Juan Batalla asoma la ruptura interrogativa que él impone a sus abstracciones físicas. Podemos coincidir con Maggie de Koenigsberg cuando explica su adhesión a la discontinuidad como sinónimo de búsqueda y experimentación en cada uno de sus cuadros, antes que como un quiebre en la regularidad de su trabajo. Y reconocer el truco de prestidigitador en la explícita certeza de Pablo De Monte cuando afirma que sus retratos de mujeres de enrarecida familiaridad son el único modo de establecer una conexión no con estas sino con otras imágenes de discontinua pregnancia. Dany Barreto apuesta a la imprecisión óptica para abordar la discontinuidad como metáfora, manipulando su apego a motivos que fugan en un campo visual también en última instancia evasivo. Carlos Bissolino reinstala en primer plano su antiguo fervor por una especie de surrealismo fauve, entre el pop y la geometría, para discontinuarse de su producción más reciente; quizás como estrategia para resignificarla. Marcelo Bordese revela y a la vez distorsiona una de las posibles fuentes de inspiración de su habitualmente mórbida iconografía discontinuando la lógica de esas perfectas ilustraciones anatómicas con la imposición de su trazo.
En todo caso, cabría suponer que toda obra se recluye en una saludable discontinuidad íntima, bajo la forma de interrupciones, caídas en la energía puesta en marcha al elaborarla, intermitencias y altibajos propios del acto creativo, de su naturaleza, donde aquello que se entiende como suma no siempre es tal sino una resta productiva, una ausencia elocuente que transfigura los rasgos presentes. En este aspecto, la discontinuidad sería la falta de un engranaje en un continuum estructural donde ese déficit se vuelca a favor.

Eduardo Stupía, enero 2009

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