lunes, 14 de junio de 2010

Dokudokushii / Juan Batalla para Tokonoma

DOKUDOKUSHII


Ululando despertará Praga, con el aliento entrecortado porque el día arrasa, en ascuas, pero sin desconcierto. No llegaré con ellos.
Es impensable que exista reflexión, u otro sentimiento que el mero alivio, o investigación policial respecto a mi muerte. Y aunque mi espectro pudiera denunciar los hechos ya estoy tan aturdido que no sería de ayuda para los hipotéticos detectives. Sin cargos.
Probablemente mi familia se irá, no habrá monumentos de formol, el vecindario no encontrará dificultades para olvidar a los Samsa. Yuxtapuestas opacidad y voluntad criminal, un cuerpo de olvido es imprescindible. Antimateria que desarticule la emasculación de vitalidad que encarno.

Greta, mi hermana, me alimentó regularmente desde que asumí la forma. Ingerí
raudo lo que necesité para seguir adelante, hasta que al sentir un pinchazo horrífico durante mi deposición, la examiné y vi brillar un cristal. Los excrementos de algo como yo son insondables, lúgubre materia. Pero esperé a que tras rato de tomar contacto con la atmósfera se hubiesen solidificado por completo para desgranarlos y encontrar la carga de cristal molido.
Ya no comí casi. A veces mastiqué cosas que aprendí a digerir y formaron parte de percibir mi nueva instalación en la realidad. Sé que ahora tengo algo de polilla, ya que me alimentó la lana; realicé un trazado especular acorde a estos apetitos. Clasificaciones de bestiario.
Pero como ya no probaba la comida, tramaron. Greta mostró una cabeza fresca e inquieta para aproximar la solución al escándalo de mi existencia. Salía mucho, creo que supe más sobre esas salidas, pero empiezo a no poder coordinar los acoples entre mis neuronas más que para identificar la unívoca erosión que me arrastra.
Hoy llegó y reconocí una modificación en el tono de las voces que hablaban de mí. Quisiera decir que los matices respondían a la congoja o a la duda, pero no es así. Sin entender qué se decía, mis oídos bestiales percibieron otras modulaciones.
Greta golpeó la puerta. Ya se había acostumbrado a no hacerlo, pero sería una forma de oponer distancia. Cuando entró, la lámpara reflejó sobre una superficie acerada de algo que acunaba entre los brazos. Lo balanceó murmurando. Entonces me dirigió la mirada tierna, completamente divorciada de la potencia del artefacto que sacudía con creciente energía. Un cazador no puede mirar así a la presa, y ella atisbó a corregir el yerro, dotando a la operación de afán aséptico, de impersonalidad que nos cobijó mientras el mecano propelía su contenido. Será la nube dispersa, la vi descomponerse en miles de gotas, mi mirada ahora fragmenta todo, cuadricula cada pliegue de lo visible y lo inyecta de tintes, blanco y negro que creo que no es ausencia de los colores humanos sino su variación más estrepitosa. El gas me humectó un incendio. Mientras trabaja tejido adentro, imagino el vapor de los volcanes. Siempre quise asomarme a la boca de uno de ellos, tributar a su poder. Y ahora me cobija, lacerante, un estallido que sucede en mi organismo, ya no cuerpo, miserable. Como si Greta, Greta u otro Samsa, me hubiera acorralado con un aerosol que emana la nube, y todos creyeran que me corro para dejarlos libres, sin horror, pero existiese un crimen que excede al de omisión: fui rociado con ardores neurálgicos. Y ya la expansión del mal dentro de mí, que ocupa el espacio que antes fue lisura, y corrompe acá lejos. El sorbo de aire, ingiero hilo plateado, oxígeno mercurial a los pulmones que se abovedan con esfuerzo, las paredes carne porosa que trasunta la ponzoña adentro. Tensa laringe, espasmo y filigrana de los órganos adheridos unos contra otros, en cadena, dándose puazos como los puercoespines en la noche desabrigada que imaginó Nietzche. La maravilla del acorde acoplando cada centímetro de mi vacilación al proceso caústico. Y resplandores opiáceos como último desafuero de mi cerebro helado.

El adelanto más significativo en el desarrollo de los aerosoles llegó en los años 20 y 30, cuando el noruego Erik Andreas Rotheim registró diversidad de patentes de mecanismos que son lo más parecido a los aerosoles con los que estamos familiarizados hoy en día. Pero hasta la Segunda Guerra Mundial los aerosoles no vivieron con éxito la producción en masa. En 1942, en el área del Pacífico, murieron más hombres por enfermedades causadas por insectos, que por la propia guerra. Este hecho inspiró a L.D. Goodhue y W.N. Sullivan, que trabajaban para el departamento de Agricultura de los Estados Unidos. Goodhue era un investigador químico que en 1935 tuvo la idea de pulverizar insecticidas utilizando hidrocarburos halógenos líquidos, aunque esto no se había ensayado nunca antes. En la Semana Santa de 1941, Goodhue y Sullivan fueron impulsados a encontrar una solución para el problema del área del Pacífico, de manera que decidieron probar la idea de Goodhue. El test fue un éxito y en 1942 se desarrollaron cilindros portátiles, que se conocieron como “bomba insecto”, para ser utilizadas por los soldados. Después de la guerra, estos insecticidas se hicieron populares entre el público, al venderse en tiendas de excedentes del ejército.
(Información extraída de la página web de la Asociación Española De Aerosoles).

Juan Batalla